domingo, 29 de junio de 2014

No es el estilo

La cuestión del estilo hace tiempo que se volvió moral, un asunto de dignidad. En una absurda presentación de la realidad, se ha marcado una línea roja que separa el buen fútbol del malo. Pero bueno o malo no según su funcionamiento sino en términos de moralidad. La diversidad de recursos estilísticos debería ser conjunción pero toma forma de confrontación. El fútbol de posesión y creación, en lugar de ser una fuente inspiradora, se ha ha convertido en un agente discriminador. Quien no juegue de un determinado modo está marcado por la reprobación popular. Quien busque otras fórmulas caerá en la crítica y el aislamiento.

Aunque se diga que todo estilo es legímitmo (faltaría más) no todo es digno. Y bien que se hace notar. Ese peso moral casi es peor, pues el debate que deja es uno que respira polvo. Veo con preocupación como la estética supone el valor máximo. Que lo bonito supera a lo bueno. O peor aún, lo sustituye, en una confusión que parece irremediable.

Brasil está ofreciendo un Mundial mediocre, cuyo peor exponente fue el partido de ayer, en concreto tras el descanso. Hoy se critica ese juego, ese estilo, esa traición que muchos definen, lamentan y denuncian. Ese mal juego no es más que consecuencia de un estilo, se podría concluir. Pero yo me salgo de esa línea de razonamiento. El problema no es ese, Brasil no juega mal por el estilo que articula Scolari. La final de la Copa Confederaciones es el mejor ejemplo de lo contario. Con el mismo estilo desplegado, ese día Brasil hizo lo que quería hacer e impidió a España desarrollar su plan. Entonces, aunque algunos defenderían que tampoco, Brasil sí convenció. Porque ser convincente no tiene nada que ver con la belleza.

Jugar bien o mal no es jugar alegre o bonito, aunque como ya digo para muchos sean términos inseparables y sinónimos. Jugar bien, para mí, son otras cosas que considero realmente esenciales. Es dominar el juego, es hacer que este se desarrolle como uno quiere, que pasen o dejen de pasar las cosas que uno pretende. Eso es jugar bien. Y por eso Brasil jugó ayer tan mal, porque no logró nada de eso. Porque estuvo romo con balón y vulnerable sin él, resignado a la pericia que lograse mostrar Chile.

Puedes tener la inicativa, puedes ser retórico o vertical, puedes ser defensivo y contragolpeador. Puedes ser de muchas formas y, si dominas lo que haces, conseguirás dominar el juego y, consecuentemente, a tu rival. Porque dominar el juego no es dominar la pelota, otra cuestión que se suele relacionar y confundir.

Ayer fue Brasil, y antes fue el Atlético o durante años el Barcelona o España. El factor determinante para sus logros y merecimientos no es su forma de jugar. Lo que les hizo grandes, lo que les hace y hará temibles, será cómo, con sus planes, dominarán el juego y al rival. Y si no lo lográn, entonces simplemente jugarán mal. No es el estilo, es su ejecución.

jueves, 12 de junio de 2014

Ese verano de Mundial

Fue el primero para mí. Ya con 11 años de edad. No me enganché al fútbol precisamente pronto. La precocidad nunca ha formado parte de mi vida. Como decía, fue mi primer Mundial, el de Francia’98. No creo que eso explique por sí solo por qué aquella edición de la Copa del Mundo la recuerdo con especial aprecio. El campeonato tuvo valor propio. Casi cada partido tenía una historia que merecía salirse de las estadísticas y saltar a la nostalgia.

Antes del campeonato, recuerdo coleccionar unas láminas del diario Sport con las principales figuras y sus características de juego. Además, desde meses atrás las horas se me perdían con el juego oficial del Mundial. Encendía mi Nintendo 64, introducía el cartucho y cuando sonaba ‘I get knocked down’ estaba listo para la partida. Con más equipos que los clasificados en la realidad, Canadá jugó más de un Mundial conmigo.

La fase de grupos había comenzado con un Brasil-Escocia no muy lucido, y que dejó como recuerdo, seguro que por su naturaleza accidental, ese gol del defensa Boyd en propia puerta. Pero en realidad, el Mundial empezaría más tarde de su arranque. Fue en ese domingo donde España debutaba contra Nigeria. No era aún la Roja. De hecho, en el debut vestía de blanco. Todo parecía marchar cuando Hierro y luego Raúl adelantaron al equipo de Clemente. Nadie se paró a pensar que tras ello la victoria se iría de las manos de España como la pelota de los guantes de Zubizarreta. De esos primeros días recordaré cómo Roberto Baggio se sacudía los fantasmas (de algún modo) al lanzar y marcar un penalti ante Chile. Cuatro años después de lo de Estados Unidos. La relevancia simbólica del momento solo rocé a entenderla por el comentarista de televisión.

Aquel verano me dio por sacar los recortes de la prensa sobre los partidos. Eran de La Verdad. Cogía las crónicas y como mejor sabía las resumía. Luego, lo recopilaba para pasarlas a unos folios que, al final, serían un resumen del torneo. Delante de una máquina de escribir, anotando alineaciones, clasificaciones y goleadores. Sí, tengo suficiente edad para haber usado máquinas de escribir.

El Mundial cogió impulso en las eliminatorias. Cada una tuvo un desarrollo memorable, ya fuera por la emoción o por el espectáculo. El gol de oro (primer gol de oro en un Mundial) de Blanc a Paraguay, el repaso de Dinamarca a la infausta Nigeria,  la esbelta Brasil ante una Chile impotente, Davids evitando una prórroga esperada ante Yugoslavia, Alemania frustrando a México o, cómo no, el monumental Argentina-Inglaterra. Un partido de alternativas, de tensión, de la luz de Owen y la sombra de Beckham. Y sobre todo de Roa. ‘El Lechuga’ salió triunfador de la tanda y pensé en las revanchas que da el fútbol, ya que venía de otra tanda en la que salió cruz, con el Mallorca en la final de la Copa del Rey.

Los cuartos alumbraron a una Croacia formidable. Su 3-0 a Alemania fue impactante. Suker, Jarni, Vlaovic… Eran mis referencias por jugar en la Liga, y con esa identificación celebré más aún su proeza. Horas antes pude ver cómo un pase interminable de Frank de Boer cayó a pies de Bergkamp, que trazó una acción que ninguna foto puede hacer justicia, solo muchos fotogramas sucesivos: control, regate y chut con el exterior. Era el último minuto y Holanda eliminaba a una Argentina ya abandonada por el 'Burrito' Ortega. Vaya 4 de julio. En la víspera, Brasil y Dinamarca se habían desplegado con buen gusto para gloria final de la Brasil de Rivaldo, Ronaldo y, aún, de Bebeto. Francia eliminó a Italia en los penaltis. Italia y los penaltis, de nuevo.

No había historias pequeñas, eso ya estaba claro. Todas eran grandes. Croacia se atrevió a asaltar Saint Dennis con Suker de estilete y Thuram sorprendió a todos con dos bofetones en forma de goles. Con calidad y emoción, Brasil y Holanda no se dieron tregua con Ronaldo y Kluivert de ejecutores. En la tanda se inmortalizó para siempre la figura de Taffarel y su celebración: pose arrodillada, brazos abiertos e índices arriba. Feliz y agradecido, sus intervenciones llevaban a Brasil a otra final.

Y la final fue lo que fue. Una Francia que no dio margen a Brasil. Los dos goles de Zidane, las piernas musculosas que Roberto Carlos no acierta a cerrar a tiempo, la respuesta impotente de Brasil tras el descanso y la certificación de Petit al final. Muchas imágenes guardadas. Fue mi primer Mundial. Pero para ser justos fue, sobre todo, un gran torneo.